Conversación con Laura, la psicoanalista, sobre Remedios Varo y lo surreal
“En Amuleto, Roberto Bolaño menciona a Remedios Varo y yo, y, sin conocerla, la busqué indefinidamente por todas partes. Cuando la encontré, encontré muchas cosas y la quise tener muy cerca. Pensé también en lo surreal y recordé el psicoanálisis; pensé en mi psicoanalista, y entonces pensé en escribir algo que quizás nunca le he dicho, pero quisiera decirle, porque todo lo que surgió de mi relación con Remedios fue un posible sueño y una posible conversación. Y algo así fue lo que escribí: una especie de flujo de conciencia que quise volver una conversación”.
Si la veo de reojo, la veo estática, como hecha de cera derretida.
Si la veo por el espejo me asusto.
Si la veo de frente me da escalofríos y no respiro.
Si la veo con los ojos tapados y sé que está ahí, me estremezco y grito.
Si la veo desde la puerta de la cocina, la siento muerta.
Si la veo en una fotografía, no la veo a ella, veo su cadáver.
Su nariz amorfa.
Sus ojos espesos.
Si la veo en una película, me dan escalofríos y siento que cobra vida en mi cuerpo.
¡Remedios, Remedios! Sal de mi cuerpo, yo te lo presto de a poquitos, en las mañanas que no me siento, te lo presto cuando me siento enferma.
Te lo presto en mis heridas, pero en lo demás déjamelo, es mío.
¡Remedios, no vengas a buscarme en las noches, no traigas tus imágenes vivaces, no me vengas con tu nariz incongruente!
Tu mirada seca, untada de labios sin carne.
Tus cejas, que asemejan las alas de una mariposa mística y lánguida.
Camino por las noches buscando memorias, para recortarlas en pequeños pedazos y unirlas a mi piel y que se queden pegadas con la sustancia pegajosa que une todo lo que vive en las entrañas, sustancia espesa y olorosa. Doy pasos asustada, con unos pies que he tomado prestados de un armario verde y voluptuoso. Se me abren huecos en los pies, de tanto caminar en la penumbra, de pisar tantas hojas secas, tanto pasto espinoso. Me he vestido con una túnica de estropajo, pero sin costuras, como la túnica que quizás usó Jesús, y avanzo sin luz por un camino lleno de algas secas y siento que mis venas despiertan con mis pasos, cada vez que me acerco a un cilindro oscuro que me espera sin que yo lo vea. Las siento despertar como si todas ellas me las hubieran puesto recientemente y picaran mientras se adaptan a mi piel, como los piojos o los chinches. Abro mis manos y siento en mis dedos una electricidad nueva que me mantiene tiesa, pero sigo caminando por el camino espeso.
Siento un viento que nace en montañas nubladas, donde hay agujeros ancestrales y se esconden secretos de luces y sombras. Un viento que arriendo por unos segundos para que mi pelo se mueva de a pocos y me roce los brazos secos y descubiertos, arañados por el estropajo que me cubre y me sostiene. De a momentos reconozco los árboles y los arbustos, veo mantos de María, pero convertidos en palos y estorbo, sin verde ni frescura. Cuanta mortandad. Y aunque todo lo que veo es seco y oscuro, en alguna mitad de esta selva fría e indefinida veo una palma que se abre como una mujer pariendo. Agresiva, sudando, me grita y me asusta y pienso que me pide ayuda, pero no sé cómo ayudarla. Pero quizás no es ayuda lo que me pide. Está tan abierta que sus hojas tocan el piso. Pero igual me asusta, sobretodo porque está viva, y sobre lo que hace una palma tan viva en un lugar tan muerto, solo puedo decir que devorarse todo lo muerto, y si le atribuyo a esta palma una virtud de resurrección, para que así resucite todo este enjambre de palos secos y los vuelva verdes para que me unten del rocío de sus hojas, estaría dándole virtudes a lo monstruoso y a la muerte. Pues esta palma es un chulo viejo y se come todo para ella misma, porque sus entrañas son pesadas, tan pesadas que se caen sus brazos en el pasto, así le pesan las entrañas a este chulo. Y aunque este chulo vive solo en esta selva deshidratada y espesa, se regocija con todo lo seco y eructa después de comerse una enredadera muerta, como un ogro o un viejo. Aunque no le importa estar sola, a esta palma-chulo, porque aprovecha para estirar sus piernas y lamerse sus alas-hojas. Pero es que a mi me da miedo, entonces corro hacia mi cilindro negro, que me devolverá al mar o a la ciudad, al pasado con heridas abiertas, o a lo seco doloroso, o quizás a lo vivo y congruente, o a lo quieto y pesado, o a lo inmediato, turbio y estruendoso, o a la calle, o a la cama, o al hogar, o al diván.
Y solo allí se cerrará la puerta de este mundo turbio, desecado, y agotado.
Entonces salgo del consultorio de Laura, abrazando mis palmas-chulos con sus alas-hojas.
Y respiro.