Prower y Mark
El cuento que está a punto de leer fue realizado como entrega final de la materia Taller escritural. El estilo (enfático en lo diálogos, descripciones sucintas e insinuaciones inesperadas) fue inspirado por obras de Hemingway, aunque no comparte ninguna temática suya. El tema sale de varias partes, entre ellas: experiencia propia, películas y videojuegos (de hecho, Miles Prower es el nombre real de «Tails», amigo de Sonic). El tema lo considero más bien ligero y agradable como entretenimiento, y mi recomendación es que lo tome así. De cualquier forma, espero poderlo interesar en el misterio que yace entre líneas, y que tenga la agudeza de descifrarlo.
—¿Ha escuchado hablar acerca de los asesinatos, señor Prower?
Miles empezó a sudar.
—¿D-De los asesinatos?
—Sí, de los asesinatos —dijo el investigador Mark, quien se sentaba en una de las sillas de cuero en la espaciosa oficina de Miles—. ¿Usted cómo los calificaría, Miles?
—¿V-Violentos?
—¡Por favor, hombre! ¿Acaso es la única persona en la ciudad que lo duda? ¡Inhumanos, señor Prower! ¡Los asesinatos son atroces!
Los ojos del dueño de la oficina no podían quedarse quietos. Le faltaba el aire, así que soltó poco a poco su corbata Stefano Ricci. Iba de traje gris, hecho a la medida. Su piel lampiña, bien bronceada, hacía juego perfecto con su cabello rubio y ojos azules. Parecía un niño, en comparación con el investigador. Este era un hombre caucásico de unos cincuenta y tantos. Ojos chicos (pues en los últimos días casi no había dormido), nariz aguileña y barba castaña carrasposa. De no ser por el carnet que cargaba, bien se hubiera podido confundir con otro cliente de la empresa. Llevaba camisa de cuadros y pantalón beich.
—Todos murieron en un mar de sangre —continuaba Mark—: a algunos les falta un brazo entero, otros tienen una sopa de intestinos en el torso y vísceras regadas. Los más afortunados recibieron solo una mordida en el cuello.
—¿Y los menos afortunados?
—Solo es uno. El hijo de la señora Jade Headway. La familia no tiene con qué hacer una cristiana sepultura.
—¿Y cómo saben si no desapareció?
Mark se detuvo y miró al empresario.
—Creo que es hora de decirle por qué estoy aquí —dijo acomodándose—. Hace poco nuestro equipo de investigación descubrió un lazo común que acoge a las seis víctimas. La señora Otterson vivía a diez cuadras de su residencia, Miles. Dave, el reportero, a siete. Al señor Maxwell lo mataron estando a solo seis cuadras de su trabajo, como a cuatro de donde usted vive. María Echeverri fue hallada sin muslos por una señora de servicio al cuarto en el Luxury Tower Resort: tres cuadras de su apartamento. Morales Rodríguez, a dos.
Con cada nombre, Miles empalidecía más y más. Tenía nauseas.
—Señor Prower, usted es el único del sector que no sabe nada de tales atrocidades.
Se oía el “tic-tac” del reloj metálico que rebotaba ligeramente en las paredes doradas y relucientes de la oficina. Pensándolo bien, esta recordaba a una especie de salón del trono moderno, siendo el asiento grande, acolchonado y rojo de Miles el epicentro de aquella sala llena de perfume, trofeos, diplomas y obras de arte. También cabe destacar la larga mesa café, frente al escritorio del empresario, y el piso alfombrado color púrpura que, al caminar sobre él, se hundían un poco los zapatos. Allí, Miles se sentía mal.
—No quería admitirlo, señor, pero sé más de lo que dije.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Qué sabe?
—Que mi vecino sufre de licantropía. Él fue quien atacó a las víctimas.
—¿Licantropía, señor Prower?
—Sí. Si va a mi edificio, encontrará a mi vecino, el que vive en el 1117, con un trastorno mental severo.
—¿Y por qué no dijo nada antes de esto?
— Porque una investigación tan cerca de mí dañaría por completo la imagen de Prower Corporation. Como usted sabe, queremos lograr la triple alianza con el Departamento de Medicina, la Alcaldía y la Asociación de Bancos Privados. Un escándalo como ese sería inaudito para alguno de los tres: nos devolvería al principio de esta campaña.
Mark meditaba sobre esto. Tomó aire y dijo:
—Ustedes son una gran compañía, señor Prower. Nos han demostrado una y otra vez cuán útil es la tecnología al servicio de los demás. Se han llevado todos los premios —reconoció, y luego miró fijamente al hombre—. Sería una pena que por un escándalo como este cerrara todo el negocio.
Miles tragó saliva.
—En fin, no le quito más de su tiempo —dijo parándose—. ¿Se siente mejor al decir la verdad?
—Sí, sí. Creo que sí.
—Me alivia: estaba poniéndose pálido como este cielo.
Tras decir esto, se despidió con un “buena tarde” y salió.
Esperó uno o dos segundos a que sonara el ascensor, y al instante cogió su iPhone 11 Pro Max.
—¿Jade? ¿Jade, estás ahí? P-Perdón por interrumpir. Sí, soy yo, Miles. Tranquila, estoy bien, no tengo nada, pero necesito que me hagas un favor. Ocúpate de la compañía por un tiempo. No, no sé. Tal vez semanas, meses. No, no creo que años. No, no preguntes por qué, solo hazlo. D-Diles que me fui a hablar con los socios en Suecia. No, por supuesto que no voy a estar en Suecia. Ya me tengo que ir, hasta luego.
Corrió a su mini-closet personal y cogió camisas baratas —de las más baratas que podían verse—, pantalones arrugados, correa, una mochila, gafas de sol y para leer, una gorra, un buen abrigo, otro par de zapatos, unos cigarrillos, unos dólares; ¿qué le hacía falta? ¡¿QUÉ LE HACÍA FALTA?!
No aguantó más y fue directo a su baño. Allí, en el retrete, vomitó pedazos de dedos, trocitos de huesos, tripas y carne.